que hago si un monstruo viene a verme

¿QUÉ HAGO SI UN MONSTRUO VIENE A VERME?

Hace ya seis años que escuché a Carlos Odriozola hablar por primera vez del Proceso MAR. Un trabajo personal y/o profesional encaminado a elaborar aquellos procesos de duelo no superados que nos impiden seguir adelante de una forma plena.

Al final de su interesantísima conferencia, una señora entre los asistentes levantó la mano y le cuestionó el fin último del trabajo que el psicólogo estaba planteando. Bajo la pregunta de «¿para qué realizar esto? ¿Qué te aporta en realidad hacer este trabajo cuando estás en una situación tan dolorosa?». Odriozola contestó bajo la atención interesada de más de cien personas «¿sabes cuál es la forma más sibilina en la que un proceso de duelo se enquista y no permite avanzar? …perdiendo las ganas de vivir».

Y un profundo silencio agarrado ferozmente a las cuerdas vocales de todos los que estábamos allí, sirvió de preludio a lo que seis años más tarde sentiría al ver, en una sala abarrotada de curiosos, la película Un Monstruo viene a verme.

Y es que no pongo en duda que cualquier persona que haya realizado el Proceso MAR y haya visto la película, se cuestione de una forma incrédula en qué momento J.A. Bayona en la adaptación cinematográfica del libro de Patrick Ness que lleva el mismo nombre, decidió realizar un magistral recorrido sobre la expresión del sufrimiento (no sólo dolor) que provoca la Culpa en las personas, en este caso, en la vida de un niño de 12 años, Lewis McDougall, Connor en la película.

Señalo la Culpa en mayúsculas porque es uno de los elementos clave tanto del argumento de la película como de cualquier trabajo  honesto  que se quiera realizar con el duelo. Y retomo en este punto la respuesta que Odriozola dio a la señora que le cuestionó al final de su conferencia, añadiendo que un sentimiento de culpa sin elaborar puede llegar a hacernos pensar que cualquier expresión de vida es un atentado contra la conciencia propia y de la persona que ya no está. Y ante eso, decidimos dejar de expresar cualquier esbozo de vida y seguir caminando bajo el tormento del sufrimiento, perdiendo las ganas de vivir y buscando en todos nuestros actos y pensamientos aquello que corrobore que no merecemos sentirnos mejor o simplemente, estar vivos.

Esto os puede parecer una dramática exageración pero, cuántas personas conocéis que han vivido una pérdida traumática y les cuesta volver a disfrutar de la vida aunque sea en pequeñas dosis. Cuántas mujeres y hombres han vivido bajo el color del luto toda una vida de silencio por «respeto» a los que ya no están. Y es que existe todo un constructo social y cultural que justifica la inapetencia vital cuando se vive una pérdida y no tenemos la habilidad circunstancial para elegir vivirlo desde otra emoción que no sea el tormento de la culpa.

Ahora os preguntaréis cómo es posible vivir una pérdida sin sufrimiento, ¿acaso este es otro de esos artículos que hace apología de la sobrefelicidad o del «a vivir que son dos días»? No y no porque, en la línea de trabajo del Proceso MAR, existe una sustancial diferencia entre el dolor y el sufrimiento. Lejos de entrar en debates conceptuales, desde la perspectiva de Odriozola, el sufrimiento es planteado como una intelectualización de la culpa que nos lleva a estar siempre bajo el pensamiento de lo que pudo haber sido y no fue o de lo que fue y también pudo haber sido. El sufrimiento es un gesto de nuestras manos por parar una cabeza llena de pensamientos que pueden llegar a no dejarnos tener aliento. Mientras que el dolor es la conexión con el presente, la cara triste del amor, el echar de menos en este preciso momento, el gesto de unas manos que se van al corazón y susurran un «te quiero y ya no estás cerquita…».

El mismo sufrimiento que vive el protagonista de «Un Monstruo viene a verme» cuando el peso de la culpa por saber aquello que su madre y él no se atreven a hablar, no le deja vivir más que asumiendo el castigo de sus iguales a través de la violencia o en la búsqueda del mismo cuando decide ponerse en contra del mundo. De hecho, no es casual que reciba con ingenua estupefacción la respuesta que le dan los adultos cuando se sienta ante ellos y a la espera de un castigo o reprimenda, siempre recibe un «no te preocupes, entiendo por lo que estás pasando». Como si silenciosamente se preguntara «¿cómo, no me vas a castigar por lo mala persona que soy al guardar un secreto tan duro y feo como el que guardo? Que, traducido al prisma infantil, sería «¿no me vas a castigar por lo mal que me porto? ¿Merezco ser perdonado por lo malo que soy?»

Y es que al igual que hay diferentes tipos de duelo, hay diferentes grados en la forma en la que se vive la culpa, así como dos causas etimológicas de su asunción, la Culpa por omisión o por acción. Por aquello que dijimos o hicimos o por aquello que callamos o no pudimos hacer. Siendo la segunda casi invisible a nuestros ojos, existe mucho sufrimiento en aquello que no pudimos decir a la persona que ya no está frente a la evidencia de los errores que pudimos cometer.

Connor sufre, sufre por ese silencio. Sufre por el miedo a que puedan dejar de quererle, por la angustia de hacer sufrir a su madre si le revela cómo se siente, por el miedo al rechazo de los demás… Sentimientos que no encuentran otra vía de escape que los sueños reincidentes con los que se encuentra cada noche. Una escena asombrosamente metafórica en la que el pozo de la angustia se engulle a una madre a la que él no es capaz de rescatar, esencia primigenia de su preocupación, «no quiero que te vayas, no sé cómo salvarte». Y es entonces el momento en el que me planteo que el verdadero monstruo no es el árbol humanizado que visita cada noche a Connor, el verdadero monstruo es esa Culpa que atormenta al niño sumiéndolo en una indefensión aprendida consecuencia de su inconsciente autoexigencia.

De hecho, es ese árbol encarnado por el impresionante Liam Neeson el que va acompañando a Connor en un proceso de elaboración de la pérdida, jugando un controvertido papel en el que muchas veces nos encontramos los terapeutas: poner por delante de las personas un espejo donde poder mirarse, comprender cómo se encuentran y sostener cuando vemos que lo necesita.

Eso es precisamente lo que hace el Tejo, le muestra a Connor a través de magníficas metáforas lo que está viviendo, le plantea opciones para resolver las situaciones y lo va acompañando hasta el punto de rescatarlo cuando tira de él antes de caerse en el agujero de sus sueños. Un Tejo provocador y respetuoso que espera y espera a que Connor sea capaz de ver por sí mismo la necesidad de tomar decisiones. Y cuando el chico está preparado, se produce el momento mágico de la película: un grito encarnizado que enmudece al público. Un grito que expresa la desesperación que vive su fuero interno cuando quiere y no puede. Un grito que libera toda una energía contenida a lo largo de su vida y que ayuda a que todos en la sala respiremos tras contener el aliento en las últimas escenas.

Es en ese momento cuando decide Soltar, soltar en el sentido más liberador de la expresión. Soltar la autoexigencia, el miedo, la ira, la rabia, soltar la Culpa. Y sólo soltándola es cuando se deja caer y se entrega a las manos del Tejo un niño lleno de dolor. Un dolor que lo lleva al presente, a conectar con la pérdida de su madre, a tomar la inocente conciencia de la necesidad que tiene de hablar con ella.

Y en un paralelismo con la vida misma, se resuelve la película. Connor decide acercarse a su madre para, en un acto de amor, confesarle con lágrimas de dolor que no quiere que se vaya, produciéndose así el momento mágico de la elaboración del duelo, cuando, libres de culpa, podemos acercarnos a la persona que se va o ya se ha ido y enaltecemos la relación bajo un baño de agradecimiento puro y amoroso. Desde ahí, ya no hay marcha atrás, ya no se vuelve a ver la relación de la misma forma porque todo está sumergido en un mar de agradecidos recuerdos que nublan el rastro de cualquier atisbo de culpa.

Sólo de esta forma podría un lúcido J.A. Bayona resolver esta profunda película, dando paso a responder directamente la pregunta con la que iniciaba esta reflexión: ¿Qué hacer entonces si un Monstruo viene a verte? Uno de esos cientos de monstruos con los que tenemos que lidiar en nuestra vida. Ármate de valor y pregúntale para qué quiere atormentarte. Párate, escúchalo, observa aquellos motivos de culpa que seguro que cargas y cuando los hayas liberado, agradece hasta cansarte todas las cosas que creas que pueden enaltecer esa relación.

Y si te atascas y no lo ves con claridad, siempre hay algún Tejo incluso una arboleda entera que te espera para ayudarte a conseguir ese acto de magia que ilumina todas las pérdidas cuando por fin están resueltas. Esa es la magia del Proceso MAR, sumergirte en el pozo de las culpas para, desde ahí, resurgir en el acto más profundo de amor: tomar como maestros y maestras a las personas que ya no están o que estando, nos enseñan a ser mejores personas agradeciendo hasta el propio origen de su existencia.

Alma Serra

Presidenta de Rumbos

Equipo Rumbos